domingo, 29 de mayo de 2016

J.R.


   Era la segunda vez que lo veía. Nos habíamos escrito muchas veces en las semanas previas, cada vez de forma más frecuente, pero había sido imposible organizar un nuevo encuentro. La primera vez que le vi fuimos a teatro, Medea, la peor vestida de todas las Medeas que haya visto, pero su interpretación fue espléndida. Luego, fuimos a un bar cerca de allí y charlamos hasta pasada la media noche. Yo no esperaba nada aquél día, y fue un alivio que él no hiciera ninguna propuesta. Él partió primero, debía trabajar al otro día, yo me quedé otro rato en el bar, pensando en la noche que moría, en Medea, y en la impresión que él me había causado.  

   Fui yo quien inicialmente propuso que nos viéramos por segunda vez. La primera vez había estado bien y dado que habíamos seguido hablando, no había ningún pero para volver a salir. Propuse una y otra vez fechas en las que pudiésemos vernos, pero siempre surgía algo que lo impedía, así que a la final me desentendí del tema y decidí no insistir más. Al notar que mis propuestas habían cesado, él propuso una nueva fecha en la que parecía no había ningún problema. Acordamos ir a un restaurante etíope del cual yo le había hablado alguna vez, pero un día antes me llamó, algo que hasta el momento ninguno de los dos había hecho, y me dijo que mejor nos reuniéramos en su apartamento, que él prepararía algo de comer. Yo, sin poder encontrar ninguna razón en el momento para negarme, acepté.

   Su apartamento era el 2104, lo cual me había preocupado desde un principio debido a mi temor hacia los elevadores. A mi llegada al edificio timbré a su citófono, me dejó entrar, y empecé a subir las escaleras lo más calmado que pude para no llegar al piso 21 transpirando. A medida que avanzaba, notaba que los pasillos cada vez eran más oscuros y la luz de la escalera se debilitaba, sentía que la presión sobre mi cabeza aumentaba, como si en lugar de ascender estuviese adentrándome en las profundidades de la tierra. Mi pecho empezó a acelerarse a medida que lo hacían mis pasos, ya poco me importaba si llegaba empapado de sudor a su apartamento, simplemente quería salir de esa oscuridad que ya empezaba a colarse por mis poros. 

   A partir del piso 15 las luces de la escalera se apagaron y yo sentí que la cabeza me daba vueltas. Casi corriendo, casi gateando, llegué al piso 21, y en cuánto estuve allí grité su nombre pues la oscuridad era tal que me era imposible ver nada. Una de las puertas del otro extremo del pasillo se abrió y su sonrisa me iluminó el camino hasta él. Su apartamento, un poco más iluminado que el pasillo, tenía las luces apagadas y velas encendidas por todos lados. Lo que para él era romántico para mi era un bálsamo. Le pedí un vaso de agua para calmarme y mientras fue a la cocina yo empecé a tentar las paredes en busca de algún interruptor, necesitaba más luz que aquella. No encontré nada pero a él, mirándome fijamente, con un vaso de cristal en su mano izquierda. Sonrió de nuevo pero ninguna luz salió de su interior. Un viento gélido brotó de él y apagó todas las velas, dejando la habitación en la completa penumbra. Yo, totalmente mudo, pude comprenderlo todo y, a pesar de la oscuridad, pude verlo todo. Vi como su miedo se esparcía por toda la habitación, oscureciéndola aún más, impregnando un olor a almendras rancias que demoraría toda una eternidad en desaparecer. Sus manos, inquietas, buscaban mi abrazo, sus labios, adoloridos por tanta ausencia, dejaban entrever el vacío y el infinito dentro de su cuerpo. La oscuridad venía de él.